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La huerta que hemos heredado se inscribe en un territorio denso y complejo en el que coinciden áreas agrarias, residenciales e industriales; un territorio en el que se yuxtaponen redes de infraestructura de muy distinto origen: rurales, urbanas, comarcales, regionales e incluso estatales; sobre ella se desarrolla una zona metropolitana de 1,6 millones de habitantes con un interland regional de unos dos millones y medio de personas; todo ello define un área donde la presión urbanística es potente y ha influido decididamente en la eliminación de la propia huerta engullida por la dinámica vegetativa de un territorio con una planificación miope de término municipal.

El conjunto metropolitano y las redes que lo forman, su vinculación con la red estatal, las áreas urbanas, industriales, las infraestructuras de todo tipo, los grandes fragmentos rurales, las playas, el puerto, el río, el Parque Natural de la Albufera y el Corredor del Turia, ecosistemas de gran interés próximos a la ciudad; todo ello tiene un gran valor, cada fragmento en su mundo y condición. En conjunto definen un paisaje antrópico de gran densidad, interés y variedad. Un paisaje que es importante proteger intentando no dominar unos aspectos sobre otros, intentando una convivencia en ocasiones difícil, hasta incluso complicada, pero necesaria para salvaguardar su gran valor del sistema humano, cultural y medioambiental. Asumir la metrópoli es asumir de derecho lo que de hecho ya existe: vivimos en una zona donde los límites son difusos y se cruzan diariamente miles de veces los limites municipales sin percibirlo, lo cual nos conduce a una nueva realidad que necesita de una reestructuración y definición.

Es evidente que la fragilidad de ciertas partes obliga a algún tratamiento especial de alguna de ellas y que cualquier determinación deba tomarse con cautela, pero también con firmeza cuando repensemos la manera de habitar este territorio; abandonado vicios que nos están acorralando y procurando hacer realidad lo que podría ser la metrópoli valenciana, una ciudad polinuclear contemporánea, distinta de la mayoría, más diversa y atractiva. Una estructura abierta en la que sean compatibles habitación, ocio, trabajo industrial y agrario, labores intelectuales, servicios y donde lo rural incluso tenga evidentemente su papel y su lugar. Entiendo esa metrópoli como una estructura espacial y física donde caben pasado y futuro, pero sobre todo debe ser un espacio vinculado el presente. Haciendo realidad aquello que por intereses mezquinos no se le ha dado visibilidad; cuando es una alternativa que puede ser posible, atractiva y fecunda, tanto social, como económica y culturalmente.

Y cuales son los equilibrios sensatos entre las partes. En algunos de estos espacios ya se está intentando una convivencia, por ejemplo en la Albufera el proceso de conservación y antropización del paisaje está siendo, desde mi punto de vista, un éxito en muchos aspectos, no en todos, pues el paisaje urbano de las áreas urbanas siguen siendo muy mejorables y la calidad del agua también. La regeneración de parte del litoral ha conseguido un nivel de calidad que ya quisieran muchos lugares de más fácil conservación. El corredor del Turia y su gran parque urbano atravesando la ciudad es la envidia de muchísimas ciudades. Somos un pueblo que va hacia adelante, aunque nuestra visión sea más negativa que lo que en verdad somos. Hay muchas asignaturas pendientes: armonización comarcal urbanística, la definición de una política de paisaje coherente y decidida a nivel global, la permanencia de unos valores culturales en fase de desaparición, pero ante todo la permanencia de un gran arco de huerta en el norte, ocupando el arco de Moncada y llegando hasta el Mar y los límites norte de Valencia, un espacio agrario que además, y eso lo cualifica particularmente, es el pulmón verde de centenares de miles de habitantes en la parte norte de la comarca.

En la actualidad estamos viendo propuestas parece bien intencionadas pero poco pensadas, vinculadas a un ecologismo que observa solo parcialmente el problema; así, se están materializando desde la propia Administración alternativas que minusvaloran recursos importantes en el paisaje, como es el caso de las acequias y la propuesta de hacer carriles bici sobre los propios cajeros como alternativa primera a la hora de proponer una carril de circunvalación de la huerta. Es un mal camino este de primar determinados aspectos sobre otros que deben convivir en este nuevo/viejo paisaje de la nueva metrópoli. No nos vale ni la urbanización vista desde un sentido depredador, la que ha destrozado el territorio, ni tampoco pasar a propuestas meramente agrarias o simplemente “eco-medioambientalistas” en aras de eficacia y posibilismo.

marjales

Hay que romper una lanza en pro de este espacio agrario con sus cualidades particulares, con posibilidades de explotación, con la búsqueda de una rentabilidad necesaria, pero también con la valoración de sus paisajes, con los elementos referenciales del mismo, sus recursos paisajísticos como las acequias, las lenguas y partidores, los caminos, la parcelación, las arquitecturas, todos estos recursos son parte importante; una parte a la que nunca le corresponde un apoyo decidido, pues si bien nuestro patrimonio áulico y religioso, incluso en gran medida el edilicio han renacido en parte de sus ruinas y sus cenizas, las manifestaciones populares se dejan para aspectos festivos y folclóricos, lo rural, su paisaje y sus arquitecturas son de otro nivel, parece que no necesitan del apoyo social. Se habla de ellos, pero no se invierte en ellos. En parte se aprecia el territorio como valor productivo –antes especulativo- pero no tanto cultural, cuando frente a nosotros tenemos un patrimonio al que poner en valor y rentabilizarlo socialmente, revisando su papel en la construcción de la metrópoli. Se nos llena la boca al hablar de las excelencias de nuestras barracas que ya casi son objeto de museo, o de nuestras alquerías históricas, la mayoría en ruina acelerada, y eso que están protegidas como Bienes de Relevancia Local o incluso como BIC

Parecería propio en la construcción de la nueva metrópoli buscar nuevas relaciones con el territorio, buscar raíces en un nuevo paisaje construido por recursos que van más allá de las arquitecturas, que nos hablan de geometrías, de canales, de cromatismos, de lo rural, de la explotación racional de la tierra, de artesanía en la producción agraria, y que todo ello se valore como parte de la propia metrópoli, observando estos paisajes desde los límites de los núcleos urbanos, desde las autopistas y líneas de ferrocarril, donde miles de ojos pasan diariamente, pero también se pueda recorre por determinados caminos que valoren lo que les es propio y conduzcan por itinerarios fecundos culturalmente que permitan anclar un patrimonio rentable socialmente porque es visitado y está dentro de estrategias lógicas y escogidas de descripción del valor de ciertos momentos de su historia y su explotación agraria. Una perspectiva que no repudie una realidad, la de unas áreas fuertemente antropizadas con paisajes artificiales, los agrarios, tan interesantes como los urbanos o como los más naturales que con ellos conviven. Rural y urbano pueden aportar nuevas sensibilidades y potenciarse mutuamente en lo contemporáneo dentro de una perspectiva metropolitana, donde lo rural representa ese vínculo atávico con la tierra.

En cualquier caso surgen una serie de preguntas que son de difícil respuesta: ¿Rural y urbano son dos mundos antagónicos como hasta ahora se nos ha querido presentar? ¿Las bolsas de huerta son reductos agrarios escuetamente? ¿Hay razones para conservar lo rural? ¿Hasta qué punto debe implicarse la sociedad en ello?¿Cual es el equilibrio entre permanencia de valores culturales en la huerta y rentabilidad productiva en lo agrario?

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